Hola, ¿cómo están? Confío
en que todo vaya bien para ustedes. Tenía deseos de realizar esta entrada desde
hacía mucho tiempo. Las excusas para no concretarla son variadas y de poca
importancia, así que iré directo al punto.
No recuerdo
haberles participado que asisto a las reuniones del Centro literario Ateneo de
San Bernardo, donde, claro, está presente la creación literaria, sin embargo,
no es la única esfera en que participa sino que en las del arte en general.
Participar de este grupo ha sido de crecimiento y oportunidades. El mejor
ejemplo de ello es la posibilidad de publicar alguno de mis escritos en la
revista Aurora Boreal, administrada por el centro literario.
A continuación dejaré
un texto que apareció en la revista Nº23, en cuya portada aparece la participación
de Antonio Paillafil, artista local en la Expo Milán 2015 (si desean ver el número
completo pueden ingresar aquí). También aprovecho la instancia de agradecer a Fefa, mi hermana,
quien proporciona un rostro, por así decirlo, a mis escritos con imágenes que
se ajustan a ellos.
Nocturna
Sin un final jamás existirá un
principio. Nadie ha querido entender que la muerte es un proceso inherente a la
vida; infinidad de excusas abundan en la memoria de quienes pretenden
olvidarlo, sin embargo, la vida que me detuvo, hoy, viene a buscarme.
Puede ser que la sabiduría no tenga
relación alguna con el vivir, no tengo mayor conocimiento de la experiencia por
mis propios medios. Fueron otros ojos, otros oídos, otras voces, otras
conciencias las que me han permitido conocer el mundo. Hablar nunca fue una
fortaleza que poseyera. Jamás pude decirle a mamá cuán ridículo era ver que
adornara con flores mi cabello. Por más que me esforzara, las palabras no conseguían
salir. Mi boca se enmudeció y el paso del aire comenzó a transitar desde mi garganta.
Incluso antes de la traqueotomía no alcancé a decir mi primera palabra, porque la
piedra incontenible y voraz que rondaba mi cerebro no lo permitió.
En incontables oportunidades escuché a
mamá comenzar la historia. Un comportamiento errático le hizo sospechar que
algo no iba bien, como si el hecho de no hablar a los dos años nunca fuese un
motivo de alarma, pero no la culpo, ella no lo sabía.
Desconocía por completo los detalles que
hacían gracioso mi andar; salir en dirección contraria cuando papá llegaba a
casa; caer y antes de volver a levantarme, otra vez, caer; dar de manotazos al
aire para no equivocarme y abrazar al doble que poseía mi hermano, ahora sé del
perdón a mi equivocación por la queja silenciosa y el beso que venía después enseñándome
la ventaja de ser menor.
No tengo certeza de cuán afectada está
mi visión, pero a través de la ventana he observado a la muerte en un vaivén,
la veo indecisa. La he esperado con resignación. A veces, la veo avanzar por el
horizonte. Nunca traspasa los barrotes que desconectan mi mundo con la
realidad. En primavera, largas noches ronda el árbol de cerezas atrás de la
casa, lo observa: va y vuelve, como si en las flores encontrara una fortaleza que
impide su paso libre, sin demora por mi habitación. En invierno, aparece con
mayor frecuencia cuando la luna no interfiere con su luz, aunque se queda
menos, pero siempre es solo por las noches.
Creo entender porque le gusta el
silencio y la oscuridad. Nadie que disfrute del bullicio lo haría, pero yo sí
puedo. Al igual que ella tejo historias al amanecer.