Esta es una historia acerca de la
intolerancia. Acerca de una sociedad que no soporta la existencia de gente
diferente. De un país español, criollo europeo, cristiano occidental, que se
dice civilizado y trata de acabar con los bárbaros, los salvajes, los hombres que
deambulan libremente por las pampas y cordilleras del sur del continente. Ellos
se defendieron del salvajismo civilizado; hicieron lo que pudieron, vivieron
como mejor supieron, pelearon hasta el cansancio, y terminaron por morir y ser
vencidos por el progreso. Entró el ejército, lo siguieron el ferrocarril y los
colonos que venían a “hacer la América”, sin percatarse siquiera de lo que allí
había ocurrido. Esta guerra inicua, que nuestros gloriosos ejércitos
republicanos emprendieron en la segunda mitad del siglo pasado (XXIX), fue
guiada por la intolerancia: el derecho de quien se cree civilizado a combatir
la barbarie, en nombre de banderas y santos coronados de las mitologías del
progreso de la humanidad.
La historia de los que no aceptaron ha
sido silenciada. Hay, al parecer, una definida tendencia a identificar la
historia humana con la historia de los vencedores; los vencidos —tantas
veces percibidos como bárbaros— no suelen tener historia, o su
historia es absorbida por el triunfalismo de los vencedores. Quedan así en la memoria,
cuando han quedado, como curiosas especies que no lograron sobrevivir, o
perdiendo la propiedad de sus aportes al desarrollo del hombre, u ocupando un
lugar en la mitología del vencedor, donde personifican fantasmales fuerzas del
mal, del pasado, de la monstruosidad que el progreso de los pueblos debe
desterrar. Es lo sucedido con el pueblo mapuche en nuestras historias, las que
nos han hecho olvidar que en él había familias, amores, sentido del honor,
moral intachable; en fin, vida humana en toda su complejidad.
Como indica José Bengoa, autor de esta
obra, en el prólogo: “los libros a veces se independizan de sus
autores y asumen vida propia”.
Llegar a conocer el contexto de este
libro ha sido una de esas casualidades que la vida nos presenta de vez en
cuando. Verle como un simple libro de historia sería injusto, porque no
comparte solo una visión; se construye con voces diversas. Y, sin embargo, su
inicio se da con una declaración curiosa de la Historia de Chile: “Que todos
somos cuidadanos”. Excusa perfecta que encontró un estado democrático para hacer
uso de las tierras y acabar con una guerra que ni la soberanía de un reino había conseguido.
Para vergüenza del país en que habito, nada ha mejorado al
respecto. La escasa o nula visión con que fueron repartidas las tierras, sigue
presentándose hasta nuestros días. El amparo legal con que la sociedad ha
catalogado de salvajes a una de las pocas etnias que sobrevive en el territorio chileno,
no aparta la sorpresa de que todo un pueblo jamás haya sido aceptado por la
patria que tuvo a bien recibirles para despojarlos.
Hola Jennieh.
ResponderEliminarPor desgracia, las cosas en muchos lugares nunca cambian. Las víctimas de atrocidades jamás reciben la justicia por la que clama. Pero es bueno recordar todo esto para que nunca vuelva a pasar en otros lugares.
Un fuerte abrazo.
Uy nena que te diré, la injusticia a veces parece e terna. Te mando un beso y te me cuidas
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